Monday, July 24, 2006

Las hojas naranja de los árboles del Central Park teñían de ocre el suelo. Del verano solo quedaban unas débiles ráfagas de calor ahora aniquiladas por los vientos de otoño, suaves pero imponentes. El reloj marcaba la hora de siempre. En una esquina del parque, a donde había sido relegado meses atrás, Mateo retrataba a una pareja de estrellas y sombras. Su arte de antaño era ahora un trabajo callejero, como el de Andrew, el pobre y deshauciado vendedor de fotografías, o aquella mujer de la dulcería ambulante que diariamente, junto a él, renegaba del pasado, del presente y del futuro. Mateo, condenado a un minúsculo cuadrado junto al galopar de caballos y caballeros, seguía pintando el amor, buscando únicamente una paga digna de su orgullo, de lo que fue y ya no era. Risas, aplausos y elogios, tenía a Manhattan a sus pies gritándole te amo. Ahora, en el Central Park, obligado a plasmar con carboncillos y acuarelas lo que más odiaba en la vida, deseaba estar muerto, bien muerto.
Son 50 dólares. Ah no? pues eso vale el amor, tan poco, tan sucio. Y si para ustedes el amor vale más que eso, este cuadro les recordará de forma inclemente, cuando ya no estén juntos, su valor real, si es que lo tiene. Menudo artista es usted, idiota vagabundo, ojalá Manhattan se lo trague vivo. Amén señora mía. Mateo, artista del pasado, desgraciado del ahora, tomó su caballete y sus pinceles y se alejó del parque tan pronto como sus pesados pies se lo permitieron. Cada paso perforaba sus recuerdos, abriendo grietas de amargura: la terraza de aquel piso 17 en la esquina de la quinta avenida con 97th street, las luces de bengala, fines de semana en the Hamptons, golpes y pinceladas en lienzos desnudos, sus cara, su risa, sus caderas, sus dedos enredados en sus rizos. Adiós Manhattan, me amaste, ahora tus calles son malditas navajas cuyo filo despelleja la vida misma, cortando besos, roces y suspiros.
Mientras viajaba en el metro su tiempo se detenía junto a las miradas inquisidoras que exigían explicaciones, a los vagabundos tarareando melodías inventadas, a las bocas en guerra, a los ojos cerrados y a las predicaciones. El metro era para Mateo su propio hoyo negro, en cuyo final, se encontraba el inmenso puente. De aquel lado, Queens despliega sus brazos y abre sus ojos, de este lado, sus pies se detienen. Cierra sus ojos, debía correr, zigzaguear, volver, lanzarse al vacío o esperar a que volviera? Qué mas daba? Nada era peor que su cruel despedida, llevándose consigo todo, incluso su mundo. Pie izquierdo, pie derecho, había perdido el norte e incluso el oriente. Queens tan oscura y tan lejana, detrás de él, Manhattan le decía adiós. Volteó su cara hacia ella, abrió su caballete, Manhattan de noche, sacó sus pinceles, me odias, sacó una hoja de papel, que majestuosa. Mateo contempló la ciudad por última vez, la pintó por última vez, se enfrentó a ella por primera vez. Qué mas daba? Nada era peor que su cruel despedida..

1 comment:

Anonymous said...

Enfrentarse es de valientes, sentarse a esperar....de mediocres..
buena historia, aunque un tanto hermética
se te extraña